Hace unos años , unos siete digamos, comencé a escribir esta historia en gran parte autobiográfica y en gran parte ficcionada, de dos gemelas: Flora y Norma. Al principio fueron apuntes tomados en una carpetita de word que decía Soy gemela. La cosa era anotar lo que me sucedía como gemela huérfana de padre, de madre ya lo había sido hacía rato.
No siempre tenía tiempo, pero siempre que podía, abría mi notebook, buscaba la carpeta y escribía. La condición era no mirar lo que ya estaba escrito. Así jamás podré asegurar que fue un diario, ni nada. Eran escritos sobre la gemelidad.
Unos años después, un amigo me invita a publicar en su sello de autores: Mono de Piedra. Me encantó la idea, pero como andaba con dos o tres cosas dando vueltas, y además estaban parando en casa Angie Urondo con sus hijos y su marido, medio para vacacionar y medio para editar los textos que después armaron el libro publicado por Capital Intelectual: ¿Quién te crees que sos?, le mandé una carta a Rob Krug, un gran amigo, escritor aunque lo niegue siempre, blogger y excelente lector de mis cosas y de la literatura en general, y le pregunté, che Rob ¿por dónde empiezo?
Me dijo que él creía que por el de las gemelas. Bien, cuando lo agarré y lo bajé a papel (habían pasado tres años desde que comencé con la carpetita de word) era un mamotreto que me había servido de catarsis tremenda, y que había crecido como monstruo de tres cabezas: no se sabía por dónde agarrarlo.
Como Angie y sus hijos se habían ido de la casa de veraneo y me quedé sola, comencé a escribirles a mis bloggers o escritoras preferidas. Con la que tuve suerte y la encontré en febrero dispuesta a ayudarme, fue con Daniela Pasik, que ¡ oh, casualidad! su blog era «una danixa» y así me llamaban muchos de mis conocidos. Quizá fue por esos desdoblamientos del destino, no sé, pero hablamos por Skipe, me acuerdo, y me dijo que me ofrecía una clínica a distancia, que íbamos a continuar en Buenos Aires, cuando yo volviera. No recuerdo si fueron dos o una vez a distancia y otra presencial, en el que me acuerdo que todo lo que me preguntaba yo lo había respondido ya en mi interior, pero que así contado, o así respondido como le respondía a ella sus preguntas, sonaban a …¿what?
En fin, yo arrancaba con otros proyectos, guiones, poesía, otra novela (la tercera que tenía escrita hasta la mitad o un poco más…) pero siempre volvía a «ser gemela». Hasta que por fin, me pareció tener una especie de historia fu y fa, como digo siempre. Tan autobiográfica como no. Y se la mandé a Gustavo López, el generador del sello de autor, Mono de Piedra. Nos encontramos, hablamos, me hizo sus correcciones, y yo me fui con mis alrededor de doscientas páginas bajo el brazo, diciendo, esto es una porquería. Pero me voy a hacer cargo de mis abortos, como nos decía un profesor de Bellas Artes, y la voy a continuar, sea para editar o sea para sacármela de encima. Así, pasaban los años, Gustavo seguía esperando que le mandara el texto final, y yo seguía dándole vueltas.
Hace tres años, creo, estaba navegando por Internet y escuché un reportaje a Pablo Ramos, que hablaba de cómo él se «abría» en sus talleres y cómo hacía «abrir» al otro, ahí no había trampas, ni falsas adulaciones, en sus talleres, decía ( y digo) se iba a revolver la herida hasta lo más asqueante que uno pueda soportar.
Fui a su blog, La arquitectura de la mentira, vi su dirección de mail y que había lugar en sus talleres, y sin recordar que nos habíamos conocido años de años atrás, cuando él era compañero de mi hermana como talleristas de Liliana Heker, le escribí. Y cosa curiosa, no me presenté como yo, sino como la gemela de alguien que él seguro conocía…
Fui ese año, 2014, dos meses a su taller. Cuando comenzaba a leer cosas sueltas de mi novelita, me iba con la sensación de que estaba ( o había escrito) pura mierda, no tanto por él, que siempre o en general siempre me apoyaba con frases como «Ella sale con los tapones de punta», o cosas por el estilo, que me enorgullecían tremendamente, sino por las críticas de mis compañeros, que si por ejemplo, había uno que decía me encantó, había tres o cinco que decían que bla y que blo y que blu…
Pero seguí escribiendo y corrigiendo y sacando y poniendo. Haciendo cincuenta versiones de una misma cosa. Más autobiográfica. Menos. Más extensa. Menos. Más enfocada en la muerte de un personaje. Menos. Y así, cuando la terminé, la imprimí y la anillé, se la llevé a Pablo. Me acuerdo que me morí de vergüenza, pero cuando me dijo: seguí viviendo al taller, si te hace bien; me sentí de la cofradía, sentí lo mismo que en los grupos de anónimos que él cuenta en su libro y que yo conté en mis blogs.
No siempre podía leer, claro, pero cada vez que lo hacía, sentía que se hacía un silencio muy grande, y cuando terminaba y los chicos (para mí los otros «talleristas» de Pablo, siempre van a ser chicos) abrían sus ojos y bajaban su mandíbula con ese gesto de «muy bien» que uno reconoce al toque; antes siquiera de que hablaran, porque a veces hasta se quedaban sin palabras para decirme qué sentían, yo, danixa, diana con minúscula, sentía por dentro que la estaba ganando. La batalla digo. Estaba ganando la batalla después de seis, siete años.
El año pasado fui un mes a lo de Pablo y le dejé la novela. Pero él no la leyó entera, cada vez que lo veía me decía algo con referencia a eso, pero me decía que no la había podido leer. Hasta que un día, me dijo que uno de sus hijos, el mayor: Nuncio Pettito, la había leído. Y no solo eso. Que le había gustado. Ahí me agrandé, ahí me puse la mayúscula en el nombre Diana y también en el de Danixa, porque Pablo me dijo que su hijo era un muy buen lector; casi mejor que yo, mirá lo que te digo, me dijo con esa picardía que tiene, que uno no sabe si creerle o no. Pero desde entonces me dediqué a pulirla, hasta que dije listo, ya está. Un día de crisis existencial y física, apareció otra idea, otra novela en mi cabeza que desplazó por completo a esta que ya para ese momento era Fui gemela. Ya ni me interesaba editarla, ni mandarla a ningún lado, como buena geminiana, me había aburrido. Y además la otra novela, la que estoy escribiendo hoy, es la razón de mi vida.
Así que nada, fueron una serie de factores que se agruparon para que antes de irme a vivir lejos de esta tierra arrasada por un tipo que sabe muy bien lo que hace, aunque se haga el eterno Isidoro Cañones, y no teniendo más lugar aquí para pelearla, ni sintiendo que acá está mi casa; me decidí a publicarla por mi cuenta, sin depender de editores que están hasta las pelotas de manuscritos buenos y malos, o de editoriales que buscan pegarla con algo que los salve y los llene de dinero para poder publicar lo que realmente se les cante, de gente que como Gustavo López de Mono de Piedra, perdón Gustavo porque jamás te volví a llamar, jamás van a vivir de lo que hacen aunque le dediquen gran parte de su vida. Así fue en el siglo XIX y ahora. Hay golpes de suerte, factores que se conjugan y hacen que el éxito de una obra coincida con el tiempo en el que el que la escribió esté vivo, y pueda disfrutar del dinero que le proporciona ese éxito. Creo que a Pablo Ramos le está pasando. Y me alegro enormemente por eso. Se lo merece.
Con respecto a mí, y a mi obra, si él tiene ganas algún día, me escribirá el prólogo y buscaré editorial, o me presentará a «su» editora, como me dijo varias veces. Mientras tanto, yo sigo. Escribo y sigo. Eso y el haber sido gemela, no me lo puede quitar nadie.