Las mujeres bajo los ojos de «occidente»

Cuando ojeamos noticias en algún portal europeo como la BBC, la DW o AFP, en el apartado América Latina se siempre encuentra algo sobre mujeres pobres, indígenas y maltratadas por los “machos”.

En la alemana Deutsche Welle , por ejemplo, leemos con fecha de abril 2021: “La igualdad de género es una asignatura pendiente”. La nota , complementada con un video, comienza: “El machismo sigue siendo un problema entre los pueblos indígenas de la Amazonía peruana, pero también en la selva las mujeres luchan por la igualdad de género». ¿De qué habla? Pues de la falta de celulares para las mujeres en Santa Clara de Uchunya. Aclara, luego,que hay “matices” importantes: “El primero es que, en realidad, las mujeres uchunya sí tienen estos aparatos, solo que son de sus maridos”, por lo tanto, cuando sus maridos “salen de caza” ellas quedan incomunicadas, a menos que usen los teléfonos móviles de sus hijos quienes pasan horas buscando los puntos de wifi de las cercanías porque en la población no hay señal.

Mientras tanto, en el video que acompaña la nota, se puede ver cómo ellas lavan la ropa a mano, en palanganas, bajo el chorro de una canilla común a toda la comunidad. Semejante generalización bajo los “efectos etnocéntricos de los feminismos occidentales” a los que alude Mohanty y que permean la nota, son de una aberración informativa muy común, y como dice Suárez “El sentimiento de superioridad del norte depende del sentimiento de inferioridad del sur. Y viceversa “ (…) “el feminismo nace con una pretensión de universalismo semejante al que le ha excluido” .

El problema de homogeneizar a las “mujeres” como grupo, como categoría de análisis estable, es que conlleva una unidad antihistórica fundada en la noción generalizada de su subordinación. En vez de analizar a las mujeres como grupos socioeconómicos y políticos dentro de contextos locales particulares, “esta jugada analítica limita la definición del sujeto femenino a la identidad de género, ignorando por completo identidades de clase o étnicas”. (MOHANTY)

Las necesidades de las mujeres de Uchunya son tomadas de los intereses feministas tal como son articuladas en los Estados Unidos o Europa Occidental. Esto, “también lo hacen algunas académicas del tercer mundo al escribir sobre sus propias culturas con categorías analíticas de occidente (…) “es que la colonización en casi todos los casos implica una supresión, muchas veces violenta, de la heterogeneidad del sujeto o sujetos en cuestión” (MOHANTY:70-71).

¿Por qué son tan nocivos estos etnocentrismos para hablar de las luchas de las mujeres? Porque les quitan la posibilidad de resistencia y de agencia. Porque al generalizar, no se ve el verdadero problema que subyace en el fondo. “Se asume que todas las mujeres del tercer mundo tienen necesidades y problemas similares. Por lo tanto, sus objetivos e intereses deben también ser similares” (Id:91) Las feministas explican la subordinación de las mujeres dando por sentada su aplicación universal cuando “situaciones superficialmente similares pueden tener explicaciones radicalmente distintas y específicas históricamente, y no pueden tratarse como idénticas” (Id: 98).

En Santa Clara de Uchunya no es necesario un móvil por persona tanto como el agua; el tener uno o dos móviles por familia sobra para las actividades necesarias llevadas a cabo durante el día. Pero al querer imponer una visión monolítica de lo “necesariamente cultural” -entendido como la tecnología, y los celulares” se pasan por alto cuestiones mucho más importantes, que no pasan por el machismo, sino por políticas de distribución de recursos, o asimetrías entre poblados que sí afectan directamente a todos los uchunyenses, y no solo a sus mujeres. Porque en Uchunya el “genero existe, pero lo hace en una forma distinta que en la modernidad” (SEGATO:83) y en el mundo de la modernidad no hay dualidad complementaria, hay “binarismo” excluyente. Y este análisis binario frente a las mujeres occidentales, su encasillamiento como “mujer promedio del tercer mundo (léase ignorante, pobre, sin educación, limitada por las tradiciones, doméstica, restringida a la familia, víctima)” (MOHANTY:77) a la que las mujeres occidentales “cultas, clase media, académicas, libres, públicas, sin hijos y empoderadas” (haciendo un contrapunto con la mujer tercer mundista promedio) “deben” enseñarles derechos. O sea, entrometerse, invadir un entramado que fue roto con la conquista y que hoy intenta atar cabos en medio de un proceso histórico que sigue siendo atacado por las repúblicas modernas y su sujeto por excelencia: el “hombre, blanco, pater-familiae -por lo tanto al menos funcionalmente, heterosexual-, propietario y letrado” (SEGATO:90).

La meta de los proyectos de gobiernos, ONGs, de la prensa entera, debería promocionar la igualdad entre el colectivo de los hombres y el colectivo de las mujeres dentro de las comunidades.

Lo público en la aldea no es más importante que lo privado o doméstico, cada ámbito es político. Pensar que no es así parte de un eurocentrismo binario occidental que no resuelve violencias, ni brechas, solo las convierte en abismos y en estrés para sus habitantes, que tienen que lidiar no solo con sus tradiciones y contradicciones, sino con categorías de “libertad” o de “revolución” impuestas desde la misma colonialidad que las sumergió en lo hondo de la “civilización global”.

“El mundo moderno es el mundo del Uno, y todas las formas de otredad con relación al patrón universal representado por este Uno constituyen un problema” (…)A diferencia del «diferentes pero iguales» de la fórmula del activismo feminista moderno, el mundo indígena se orienta por la fórmula, difícil para nosotros; de «desiguales pero distintos».

Es decir, realmente múltiplos, porque el otro, distinto y aún inferior, no representa un problema a ser resuelto ( Id: 96). Todos estos razonamientos, aclara Mohanty, no están en contra de la generalización, sino más bien a favor de generalizaciones cuidadosas e históricamente específicas que respondan a realidades complejas” (MOHANTY:101).

La nota que disparó este escrito:
https://www.dw.com/es/la-revolución-silenciosa-por-los-derechos-de-la-mujer-en-la-amazonía/a-514963

Una etnografía de los materiales (desde la cama)

“Las propiedades de los materiales, en definitiva, no son atributos, sino historias”.
Ingold, 2013, Los materiales contra la materialidad.


¿Qué puedo hacer desde una cama? Dejar volar la mente y nadar “en el océano de materiales” que me envuelve, ir “contra la excesiva polarización entre mente y materia” (INGOLD, 2013:3 y27).

Por un lado -y paradójicamente- el intercambio del fluido de los recuerdos, encarnando en la materialidad de lo que veo, me hace olvidar del cuerpo enfermo. Por otro, me posiciona en un abismo: ¿cuánto más resistiré como cuerpo? ¿Qué harán con mi recuerdos-objetos? ¿Servirán a alguien, o mi hijo los desechará, venderá o regalará cuando yo ya no esté?

Esos objetos son mi vida, “los atributos de una persona generalmente se adhieren a la cosa que se intercambia” (WEINER citada por BLANCO ESMORIS Y OTRAS; 2020: 81). Mi historia “está condensada en ellos” (INGOLD; 2013: 36). Atan distintas vivencias que, como pequeños nuditos de una trama, de una cesta de mimbre, una transformación o un flujo, fueron quedando unos a la vista y otros escondidos. Revelan “mis preferencias personales sobre las cualidades que me gusta ver en ellos” (Ib.35). Sé dónde está cada uno y qué los ató y ata a mi vida, dónde y cuánto la influyeron y la transformaron. Cada uno de ellos irradian un algo que me hace sentir acompañada, para bien o para mal.

No sé si será actancia, agencia o como dice Gell: “polvo mental mágico” (Ib:32) ; hago mías las palabras de Ingold: “la mayor parte del tiempo, debo confesar, no puedo comprender de qué se está hablando” (Ib: 21). Lo que sí puedo decir es que la materialidad no es tabula rasa para mí; y asumo que el espíritu “no está en sino que es de la materia” (Ib:33).

Doy un ejemplo: el último camisón que usó mi madre en su lecho de muerte en 1990, me lo había regalado diez años antes una amiga en una velada muy especial en Munich; junto a una falda -también de lino blanco- que perdí en un viaje a Brasil; un collar-bolsita turco con hierbas y piedritas y varios objetos por el estilo, muy preciosos-preciados y muy simbólicos. Cada vez que abro el cajón de la ropa interior vuelvo a ver el camisón y me ensombrece el alma. Como ese, los objetos de mi pequeño departamento, me acunan o desvelan en este mal-estar. Los veo y revivo. Los veo y me siento más cerca de mi final. Influyen en mí, me transforman. Entonces, desde mi cama pienso ¿qué pasará con ellos cuando yo no exista más? ¿Se irán conmigo, se irán también los que participaron de ese “intercambio”, ese pase de manos en el que dejaron de ser de ellos para pasar a ser míos? ¿Son como una especie de preservación del dala, del linaje a través del tiempo del que hablaba Weiner ( citada por BLANCO ESMORIS Y OTRAS; 2020 : 83-85)? Puede ser, nada más que a la única que le interesa conservar el linaje de mi familia es a mí, no sé bien para qué. Me da frío pensar en eso.

Busco y acomodo lo que me cubre los pies. Es un huipil que compré en un mercado de Antigua Guatemala, donde “había alrededor de treinta monasterios y conventos en un espacio de aproximadamente veinte manzanas” (Ib:76) como cuando estuvo Weiner. Era la hora de la siesta y me fui a caminar. Vi el huipil colgado en una especie de tienda abierta. Lo había bordado una mujer que me ocultó su nombre pero que accedió a que le tomara una foto. Su hijo se llamaba Andrés. Mientras me lo vendía le seguía dando la teta. Sus ojos se reían, quizá de mí, quizá de mis ganas de tener algo suyo, tan bello. Cuando averigüé por sus colores, otra mujer que la acompañaba y que hablaba mucho más que la enigmática madre de Andrés, me explicó que los colores representaban a los diferentes “grupos o castas” de mujeres que trabajaban para una “hacienda”. Sus dueños las reconocían por los colores que vestían, eran como un número, en vez de tatuarles la piel , sus colores las hacían ser de alguien . Para mí , que en esa época estaba trabajando en una carpintería que mezclaba madera fina con mi pintura y telas de Antigua, los colores de esos hilos eran los de mi paleta, los colores que yo usaba. Así de superficial fue mi excusa para obtener ese objeto “alienable” y pagar poco. La madre de Andrés nunca lo supo, solo vio a una extranjera comprar un huipil a la hora de la siesta, interrumpiendo su acto de mamar. Tal vez si le hubiera contado que yo era artesana me hubiera puesto a su par. Pero no lo hice. Para ella fue mi dinero, para mí su arte. Hubo algo que sentí en esa transacción-intercambio, una especie de maldición sobre mi persona encarnando a una “turista gringa”. Cada vez que lo visto siento ese hechizo, no así cuando me cubre. ¿ De dónde viene ese hechizo? No lo sé. Por momentos creo que todavía es de la madre de Andrés, no mío. Quizá sienta que hubo una usurpación, casi, de ese bordado que tanto le costó. Un objeto “inalienable” por el que pagué poco. Y aunque me sentí mal por eso, lo compré igual. Me lo traje como un trofeo, lo exhibo como un trofeo, le temo como a un trofeo. Quizá la maldición parta de mí, no de ella. Siempre le adjudicamos culpas a los que menos la tienen. ¿Serán esos los mediadores de los que habla Latour? En ese momento yo era todavía una pintora o artesana de la pintura, pero siglos de equívocos (o certidumbres) nos colocaron a cada una de distintos lados del mostrador. Y lo que no quería que sucediera, sucedió. Ella tenía el color de la tierra en su cara, yo, el de la nieve de una mittel-europa que me legaron mis ancestros. Yo tenía dinero, ella sus bordados. Yo, representaba a occidente, ella a su tierra colonizada por bestias que venían de donde me habían engendrado. Yo, además de pintora era docente de la academia, “enseñaba” Conservación del medioambiente en una universidad al sur del sur; ella – en el centro de esa América donde aun se habla “perfecto” español- cuidaba sus raíces, las protegía , tejiendo un pasado ancestral que la transitaba y le daba de comer. No necesitaba teorías. ¡Ella era parte de ese medioambiente que yo intentaba “conservar”! El intercambio y sus jerarquías. ¿Tienen poder los objetos? ¿Tienen actancia? Me río de la palabra. Recreo en mi mente la escena de la compra. Me imagino diciéndole que su huipil tiene actancia. Cierro los ojos, lo toco. Y me duermo.

Me despierto mejor. Me levanto a abrir la cortina, llueve. Mientras estuve en la cama lidiando con mis recuerdos-objetos el cielo cambió de color. “¿Cambió el mundo material, o simplemente estoy viendo el mismo mundo de manera diferente? (INGOLD; 2013: 22). El gris me recuerda a uno de mis primeros viajes en avión. Llovía cuando el avión despegó. Al rato, el cielo que nos rodeaba era celeste y había sol. ¿Cuánto de lo que no vemos está ahí, sigue estando ahí. Las apariencias. Pienso en las mujeres de las Islas Tobriand que Mallinowski no vio y la Weiner sí. “Malinowski no vio esto simplemente porque no siguió a las mujeres” dice ella (BLANCO ESMORIS Y OT.; 2020: 88). Los manojos de hojas de plátano de las mujeres. El Kula y sus objetos preciados. Weiner vio el cielo celeste, Mallinoski se quedó con la lluvia y el cielo nublado. Cuestión de foco. Mientras mi mente divaga por las Tobriand y el ver o no ver, veo los pinches que puso mi vecino en lo alto de su medianera. Por detrás de ella, hay un techo de chapas sujetadas por piedras y ladrillos. Una pelopincho de un celeste rabioso -a modo de membrana- se corrió por el viento. Hay un charco en las chapas donde se junta el agua. Podría hacer una etnografía solo observando los techos. Dos realidades colindan. La precariedad y el miedo a ser robado. El techo que junta agua no sé cuánto resistirá. El agua tiene su peso. Se escabulle y cae. Imagino los baldes que habrá en esa casucha para “aislar” lo húmedo. Pero lo húmedo toma contacto con el aire, el aire es el fluido. “El aire nos permite oler, ya que las moléculas que excitan nuestros receptores olfatorios están difuminadas en él. Así, el medio, según Gibson, permite el movimiento y la percepción y entre el medio y las substancias están las superficies (…) las superficies son “el lugar donde ocurre la mayor parte de la acción” (Gibson, 1979: 23)” (INGOLD; 2013 24). Toda la casucha debe estar húmeda. Mientras sus dueños intentan que el agua no entre, el dueño de la casa de adelante intenta que no entren los hombres. El agua roba la sequedad de unos, los humedece. Los pinchos esperan intimidar al que ose subir la pared. Si sube, los pinchos le abrirán la carne.

Me acuerdo de los saharahuis desgarrados en su carne por las espinas del alambre que dividía el territorio español del marroquí. Zona de frontera protegida. En España, en el 2004 (y creo que todavía hoy) mientras algunos jugaban golf bajo el sol , en unos campos verdes extensos; los saharauis desgarrados y humedecidos por su sangre y sudor, colgaban de la valla-frontera. Jerarquías y poderes colindantes y colisionantes.

El sonido del celular me distrae. Me “entra”un whatsapp: la vecina del tercero se queja del olor que el perro del segundo deja en el ascensor, exige que baje por las escaleras. Varios se suman diciendo que quizá sea por viejo y sean sus hormonas. El del segundo dice que su perro no tiene olor, que si quieren vayan y lo huelan. Me río. No puedo creer lo que leo. La vecina del tercero dice que no quiere que el edificio huela como una “villa”. La metería en un S-Bahn alemán para explicarle cómo huele el primer mundo al que quiere emular. La gente suda. A veces ese olor es insoportable para los demás, pero para el portador es saludable no taparlo. Y eso se respeta. Según en qué sitio estemos, el sudor del humano es tapado o no, se respeta o no. Todo al fin y al cabo tiene que ver con las humedades. ¿Le explico a mi vecina lo que dice Ingold sobre la humedad? Ella es rubia (teñida) y se vino de “Capital” a vivir a Caseros , el dueño del perro es venezolano. Los orígenes y el poder. Los orígenes del poder . “Pueden aparecer en el medio muchos extraños que nos sorprenden” y afectan todas las agencias, dice Latour sobre los mediadores. (LATOUR; 2008: 90).

Apago el celular y vuelvo a mi cama. Busco el huipil y me lo acerco a la nariz. Ya perdió su olor a lana y tintura. Pasaron muchos años desde que volví con él. El olor mío lo “contaminó”, le fue borrando sus notas originales. El olor, como la humedad tienen poder, hablan de mundos de poder. Protegen, cobijan, esconden, desamparan, exponen: transforman. Por eso creo que el COVID da tanto miedo. Obvio, que más allá de la muerte en la que se puede terminar, creo que la pérdida del olfato y el gusto es lo que más nos asusta. Un bicho -al que no vemos- nos roba uno de los pocos resabios primarios de contacto con el ambiente-mundo que nos rodea. Como en un juego, nos quita sentidos-poderes para movernos en él o a través de él. (INGOLD: 2013:24). Como especie no nos gusta perder ni un poco, y menos que la batalla la gane un híbrido mezcla de murciélago y chancho con humano asiático. Somos parecidos a mi vecina del tercero, no queremos parecer “villeros”, es preferible que el olor quede en las escaleras de emergencia. Lo pulido del ascensor incluye su olor, sirve para mostrar nuestro “poder”, nuestro status de primer o tercer mundo. Quizá la solución sería aconsejarle poner un “desodorante” de ambientes en el ascensor. “Hay que escuchar entonces lo que los actores mismos están diciendo respecto de sus propias “conductas” y la “acción” impredecible de sus bolas de billar” ( LATOUR;2008: 93).

Enciendo mi celular y mando mi moción ridícula. Increíblemente, es aceptada unánimemente. Aunque es una máscara que esconde, el chufi chufi se convierte en actor y se lleva las discusiones y los poderes, las hormonas y la vejez, el olor de perros y seres humanos. Dejamos de ser “villa” y estamos en un primer mundo. Volvemos a ser cordiales “vecinos informados” como reza el nombre del grupo.


El poder de la agencia no tiene límites.

Mujer con Huipil en Guatemala.

Maradona nuestro rey

Me quedé muda. Desde que el  Diego murió es la primera vez que algo puedo garabatear. Se quebró el hechizo.

La Academia va a tener que aceptar el Maradó Maradó, de tantas veces que lo cantamos, de tantas veces que sin querer se nos salía de los labios en estos días.

El Maradó Maradó, era un grito de guerra.

Para darnos valor, para exorcizar tristezas y desamparos. Una llamada al hermano protector, al padre en otros casos, un grito a vez en cuello que nos salvaba de quienes nos querían lastimar.

Un grito para convocar a lo irreverente de nosotros, lo que estaba escondido todavía, lo instintivo y primordial: ser niñxs otra vez. Cantar y jugar para no tener miedo.

Y al grito ese de Maradó Maradó aparecía él como El Diego, Dieguito, D10S, en alguna parte del planeta, en algún artículo de algún país lejano o desconocido, en alguna película, canción o algún diario; estaba. Nunca fallaba. Gordo, flaco, hecho “percha”, sonriente, borracho o iluminado; estaba. El conjuro se producía y el Diego como un superhéroe nos sacaba de todas nuestras desventuras, ¿quién sino él podía hacerlo en esta tierra de vende patrias?

El era nuestra realeza –leí en algún lado- y lo  comparto. Él era nuestro rey. No importa como estaba conformado su séquito.

Él había sido coronado rey desde muy chico, cuando de Fiorito pasó a ser conocido por todo el planeta. Cuando de no tener para comer, pasó a ser invitado por el jet set internacional, por lores de la universidad, políticxs que dieron vuelta nuestros destinos, paparazzis del mundo, artistas y creadores que se inspiraron en él para hacer elegías, cantatas, poemas, pinturas, graffitis, films, novelas, cuentos, raps, danzas, lo que fuera.  

Esos son los reyes nuestros. Los que se levantaron del barro de este lodoso país. Como si todavía tuviésemos los pies enchastrados por habernos bajado del barco que nos trajo, que nos dejó cerca de la orilla. Los que poblamos estas regiones, tuvimos que empezar de cero. Los que ya estaban, que no vinieron de los barcos, que no pisaron la lodosa orilla; también ellos tuvieron que hacerse de abajo cuando los conquistadores y las familias patricias les quitaron toda su dignidad.

Por eso nuestros reyes y reinas son y serán siempre del pueblo, de una clase vapuleada, humilde, sin honores ni bien tratadxs. Esxs son parte de nuestra realeza cuando llegan a lo alto de una clase social iluminada por flashes y focos, pisan alfombras rojas y brindan con bebidas burbujeantes.

Cuando se codean con lo más top de lo “socialmente encumbrado” y siguen siendo ellxs mismxs, el pueblo entonces lxs corona. Lxs llama con sus nombres en diminutivo, lxs elige para dar revancha, para asustar a lxs poderosxs, para creer que tan solo con la pronunciación de su nombre, estarán, estaremos a salvo.

Por eso, desde el 25 de noviembre de este puto 2020, estoy sin voz. El Maradó Maradó me cuesta. Sé que ese al que invoqué tantas veces todavía está viajando. Falta para que llegue a esa inmortalidad que le da el tiempo. Todavía ese cuerpo conservará su forma debajo de la tierra. Su sangre no se habrá hecho piedra en algún trayecto, su piel debe seguir siendo tan tersa como contaban lxs que pudieron abrazarse o ser abrazadxs por él.

Me dejó huérfana otra vez. Esa es mi sensación. Por eso lloro cada vez que lo menciono, cada vez que cuento alguna anécdota; o cada vez que mi hijo –sin querer- tararea Maradó Maradó.

Las voces de la Cuarentena mía.

Sábado en mi barrio. Vivo desde el año pasado en un pequeño apartamento donde tengo dieciséis vecinxs repartidos en cuatro pisos. La gente de aquí, de los suburbios de Buenos Aires, es muy tranquila. Creo que éste en el que vivo es uno de los pocos departamentos de alto en este sitio. El lugar que habito da al pulmón de manzana. Se ven los fondos de los jardines y las casas vecinas.

Hoy me desperté mareada, pensé que fue por el excesivo uso al que sometí ayer mis ojos. Amanecí con los ojos rojos. Después de estudiar todo el día me quedé viendo por Netflix la tercera temporada de la serie OZARK hasta las tres y media de la madrugada. Relata la vida de una familia, una familia tipo de clase media alta de EEUU, de Chicago. Esta familia pasa del día a la noche a trabajar para un cártel de droga mejicano. Queda envuelta entre enfrentar la muerte o ser parte del cártel. Y comienza la pesadilla.

Esa serie me hace olvidar la pesadilla de muertxs de a miles por día en el mundo real. Pero termino exhausta, en medio de la madrugada, con el corazón angustiado por los sucesos imprevisibles que de un lado ( ficción) y del otro ( realidad) cuando la duermevela se extiende. Ya sé que debería escuchar música plácida y leer algo menos estresante. Pero todxs tenemos nuestros masoquismos.

Cuando me desperté, pensé que era una buena ocasión (a pesar del mareo) de hacer algo «productivo» que me aleje de pensamientos peligrosos, estar en el balcón -me dije- pintando las sillas, me renovará el aire y la oscuridad de mis pensamientos.

Y así lo hice, escuchando los pájaros, las cotorras y el canto de las nuevas especies que se vienen acercando día a día; comencé a hacer algo que en otros tiempos fue tan automático para mí, como el estirar pintura sobre una superficie. Y en ese automatismo comencé a escuchar las voces de mis vecinas. No sé por qué, los sábados a la mañana, se escuchan más las voces de las mujeres que las de los hombres. Quizá la de algún crío o cría acompaña por breves instantes a la voz de las mujeres, pero por poco tiempo.

Trataba de distinguir los distintos matices, y encontré que las más saltarinas y amables eran las más agudas, pero no las estridentes, no. Las que sonaban cristalinas, sin dolor, sin temor, como si todo en el mundo estuviera resuelto. Las opacas, más roncas, más cavernosas eran como un preludio de que algo malo iba a suceder. Quizá solo le estaban ordenando a su marido que ya estaba el mate, o que suelte a los perros, nada siniestro; pero a mí me asustaban. Me conmovían.

Y trataba de seguir atenta mientras pintaba, a las voces serenas de las mujeres amables, intentaba repetir sus frases muy bajito, pero ensayando el tono ese jovial y optimista que me infundían. No me salía. Me asustaba de mí misma. Las suyas, eran como  nanas cantadas por madres de la que no conozco las caras, pero que me tranquilizaban. Todo va a estar bien, me decían. Es sábado. Pronto se levantará tu hijo. Acabarás la pintura. Lavarás todo. Regarás las plantas. Comenzará el sol a inundar tu balcón. Llamarás a alguien, alguien te llamará. Estudiarás, dormirás, mirarás OZARK, y así habrás acabado otro día de esta cuarentena que a algún lado nos llevará. No te preocupes.

Así de simple todo, gracias a una de esas voces que seguía hablando por teléfono en su patio, con el encanto, la magia, la promesa de que nada malo sucederá en este mundo ni en ninguna parte de ninguna ficción. Todo sería más simple de como yo lo pienso.

Ojalá, cuando termine la cuarentena, me encuentre con esa mujer. La voy a mirar a los ojos, y le voy a decir que con su voz, me habló de un futuro que yo no podía concebir, me calmó como una vacuna contra el desánimo y me hizo más fácil mi cuarentena. 

 

Los sonidos del domingo

Porto_Venere
Gracias a Marcela Pérez y su blog el giroscopio viajero por esta foto.

En el verano del 87 pasé más de un mes en Milán, en el departamento de un amigo de mis hermanos.
Yo le gustaba, no porque me él lo hubiera dicho, me di cuenta por las cargadas que recibíamos de todos. Pero a mí él no me gustaba para nada. Por suerte era muy tímido, y hasta pudimos dormir en una misma cama sin que pasara nada. Pero eso fue más tarde, cuando fuimos a Le Cinque Terre, uno de los lugares «piú belli dal mondo»… tanto fue así para mí, que del único hotel que me llevé una toalla en toda mi larguísima vida de viajera, fue del del Hotel Belvedere de Portovenere, donde iniciamos nuestro viaje por la costa. Y no porque la toalla fuera especial, no. Solo me quise llevar algo conmigo, algo de ahí, hasta volver algún día. Me había deslumbrado la belleza de esas cinco tierras colgantes «a pico sul mare».

En fin, contaba que este pibe vivía en Milán, en los suburbios, en un departamento de esos europeos cualunques, que más se parecen a lo que en las películas muestran como vivienda de clase medio baja. Desde Nueva York a Praga, de Dinamarca a Brasil, cuando quieren mostrar algo intermedio, aparecen este tipo de edificios, de los 60-70, un poco mejor que el que alberga al Joker, pero así de barrio y con ventanas a patios donde juegan chicos con sus vocecitas agudas y su felicidad sin escándalos.

Pues bien, en este departamento al que me mudé este año, los domingos, vuelvo a escuchar ese sonido. Llegan los nietos del dueño de casa que linda con nuestro piso y van directo a la Pelopincho, mientras los grandes van preparando el fuego.

Ahí es cuando salto de Caseros a Milán y de Milán a Portovenere.

Me acuerdo que una tarde estábamos en un bar -si miran la foto el que tiene el techo más ancho-, y  habíamos vuelto de la Iglesia o monasterio de San Pietro, agotados por el calor, las subidas y las bajadas, estábamos tomando algo, mirando cómo se hacía de noche,llegaban las barcazas, las primeras luces se encendían, y me dije: montaña, mar y tren. Tres cosas que amo. Me encantaría vivir acá cuando sea grande. Año 87.


Treinta y pico de años más tarde nada cambió, solo que ya empecé a ser grande hace rato. Y cada vez más se acerca mi vejez, más se evapora ese deseo y se acomoda entre las cosas que no podré lograr en esta vida. Quizá en otra, seguro.

Ahora cierro los ojos y escucho, la belleza está en cualquier parte.

Animismo o así mismo

No sé si fue eso lo que me llevó desesperadamente a meter mis manos en la tierra. Quizá fue el sueño de antes. De antes del mate, de escuchar el agua entrar en la pava, hoy hay agua, qué suerte pensé, y enseguida lo escuché. Eso que no sé qué, fue. Eso que me hizo dejar la pava despacio. Buscar los anteojos. Moverme hacia el comedor tan sigilosa como la gata.
Fui derecho a la maceta, le falta un riego pensé, después me ordené: ahora buscá. Y busqué. Tanteé la tierra así, como por arriba, hojas secas, nada más, dónde estás, mierda, dónde. Llevé la maceta a la cocina.
El corazón lo sentía, claro que lo sentía. No era dolor. Era presagio nomás. Algo iba a encontrar ¿Lo soñé? No sé, lo escuché seguro, después del agua en la pava, algo sonó allí, en el comedor, en la planta esa, las plantas no hablan con voz de hombre, bah, las plantas no hablan. Punto.
Y qué fue lo que escuché para estar sacando tierra un domingo a la mañana, tierra negra sobre el mantel, así, medio seca al principio, húmeda después. Vos seguí, no te entregués. Seguí.
Separé las plantas con sus raíces, para que no vean, qué estúpida, si estaban en la misma maceta de donde salió la voz. La voz no salió de la maceta, fue del comedor ¿cómo del comedor, si no hay nadie, qué va a salir de las paredes? Me dio risa pensar en Poe. Nervios bah, risa, lo mismo. Toc. Ahí va, acá está.
Entré más la mano como un pequeño arado. Saqué un trozo de algo duro. Lo lavé. Brilló el color amarillo, verde, rojo, azul, ¿qué mierda es esto? Volví a la maceta, otro toc. Y otro. Cinco tocs. Pedazos de cerámica de piso, qué sé yo, todos con un lado amarillo, rojo, verde, azul. Lindos. Eran lindos. Los lavé. Los puse a secar cerca de la ventana, al sol. La última vez que fueron tocadas. Eso fue. Quién. Papá. Antes de su muerte. Allí las puso, y de allí las saqué hoy. Varios años después. Me dio risa ¿Esto era? Y sí, qué. ¿Qué esperaba encontrar?¿Guita?¿Un mensaje oculto desde el más allá? ¿Un papel diciendo te quiero «poligriya»?…Eso ¿no? pero no. Cinco piedras de colores. Como las que les daba Colón a los indios a cambio de la plata. Ni vidrios siquiera. Cerámica. Pum. Toc. Así de cruel se me viene dando la vida. Una vez que me engancho en algo.
 
Prendí el fuego. Puse la pava. Y esperé.

Pasapalabra

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Villanueva de los Infantes

Pasapalabra en la tele. Yo laburo. Pasapalabra es su programa favorito.

Yo laburo. Debo verlo. Aunque me angustie, aunque me hastíe. Es su programa favorito y yo laburo para ella.

Él me habla y se ríe. No entiende mis sueños. El chupa cerveza a catorce mil kilómetros de distancia y se ríe. Me habla de volver a los setenta. Desde su bunker alemán me habla de los 70. Le hablo de Infantes, del Quijote, de mamá. Mamá nunca estuvo ahí- me dice. Hago silencio. Ya lo sé –le digo. Mamá nos leía el Quijote y la encontré en Infantes. Bueno –dice sin ganas. Me dice que ni España ni Portugal son lugares para ir a morir. Además, que él tiene que morir antes que yo- me dice. Es mayor. Le estoy por decir que me debe un viaje a Venecia desde hace más de treinta años. Pero es la hora de la cerveza, la hora de chispear, de las boludeces. Él allá, yo acá.

No está -dice el conductor de pasapalabra. Está -dice. No está- vuelve a decir. Se ríe. Todos se ríen.

Tengo muchas ganas de llorar.

¡Ay! La ciencia, la ciencia…

A veces me quejo de la «Ciencia» y mi hijo me mira como diciendo ¿enloqueciste?

No, m’hijito, no enloquecí todavía -lo tranquilizo- o por lo menos no creo que mi locura tenga que ver con la desconfianza en la ciencia. Sino que al estudiarla, al adentrarme en ella, veo cada día más cómo se amolda a cada época, las barbaridades que se dicen en nombre de ella, y entonces se me asemeja más a una doxa de mujeres y hombres -sin pestañas de tanto estudiar-, que a una verdad. Hoy por ejemplo, la cantidad de neurocientíficos que intentan explicarnos los comportamientos a través de reacciones químicas del cerebro, la cantidad de genetistas que sólo se ocupan de genes y como artistas encerrados en sus torres de marfil, no ven más allá de sus microscopios, obviando entornos y ambientes, sentimientos y sociedades, en fin. Por algo estudio Antropología.

Obvio, mi hijo con su edad, todavía cree en la ciencia como lo opuesto al caos que nos reina, y está bien que así suceda, ya se va a desandar o desaznar ( pobres asnos, no crean que tiene que ver con ellos el uso de este verbo; lo uso por Aznar, a quien sufrí en mis días de vecindad española). Volviendo a mi hijo, yo también -de joven- me comí el verso de que la ciencia era algo en lo que creía a pies juntillas. Pero cómo voy a hacerlo al leer cosas como estás:

«El médico John Hunter (1865, p.372, original 1775) indicaba :»puesto que todos los negros nacen blancos y lo son durante algún tiempo, es evidente por esto que el sol y el aire son agentes necesarios para dar a la piel su color negro»

( de El determinismo Racial de Harris). Realmente díganmelo. En nombre de esa Ciencia se hicieron matanzas o genocidios. Así que hoy, hay que procurar desconfiar no sólo de políticos, de periodistas y de mercaderes, sino también de todo científico que aparece como adalid de la ciencia. Se los digo con conocimiento de causa. Así como nos decían que a nuestros niños y niñas había que acompañarlos a mirar la televisión, esa caja boba que embrutecía a sus mentecitas, hoy tenemos que discutir con todos la ciencia que se ve por TV, porque a veces nos quieren vender un zapato dentro de un traje de Armani.

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Una foto del campus de mi universidad, la UNSAM, que me gusta mucho.

¿Llegamos? Zarpamos.

Parecía que no, que este año no tendría fin. Pero sí, como todos, como tantos otros años difíciles de la historia lo hemos acabado. Con muchos menos luchadores en nuestras filas -se nos fueron muchos y buenos- pero los que quedamos debemos tomar su posta y seguir.

Al levantarme y ver que era el último día del año, me vino del fondo de mi fondo el estribillo de una canción de la infancia. Pero con la letra cambiada. Comencé a cantar mi Oda al Fin de año, la grabé y se la mandé a mis contactos de wasap.

Un amigo al rato me dijo que era una canción sobre el Arca de Noé que cantaba Iva Zanichi en 1970.

Recuerdo ese año, ese primero de año, asomada a la baranda de la terraza con mi papá, él se preguntaba qué nos esperaría ese año. Yo era tan chica que tenía ganas de jugar, no veía peligro en nada.

Así que para recuperar ese espíritu, esa felicidad de partir en una barca sin saber a dónde va a llegar, es que les escribo a todas y todos los que me leen, mi último posteo del año.

Gracias.

Miseria y genialidad del ser humano

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Siguiendo un poco con la tónica del post anterior que espero se haya entendido, ya que siempre la Navidad me hace cavilar sobre Jesús, Hitler y el pueblo judío. Lo fácil que es darle al caído, aun sin tener nada en contra, siguiendo a la masa digamos, y lo difícil que es mantener nuestras convicciones cuando todo se da en contra. Es de alto valor el poder sostenerse frente a una masa enardecida, o simplemente adormecida, anestesiada por una promesa de bienestar. Si no, miremos hoy Argentina, Brasil, y tantos otros ejemplos de la historia más reciente.

Por eso voy a recomendar un documental que me conmovió profundamente, porque habla de un artista. Szukalsky, un gran, gran artista. Un Miguel Ángel o algo por el estilo, pero del SXX.

Ese artista, polaco, vivió en los EEUU hasta hace poco tiempo. Y Leonardo Di Caprio a quien Szukalski le pidió de niño que no creciera tan rápido, produjo un documental excelente. Se puede ver por Netflix. Creo que es el SXX personificado con todas las contradicciones que tuvo, los horrores y arrepentimientos, los exilios, las ingenuidades, los egos, en fin, todo eso plasmado en una personita de más o menos un metro cincuenta y su grandiosa obra mostrando la humanidad.

Espero que lo vean hasta el final, ya que conmueve realmente. Los cambios que produce la guerra en una persona, la muerte de un ser amado, la vida, en una palabra, la vida misma.